LIMITES…EL
TEMA
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En lugar de hablar de sanciones, castigos y
penitencias, podríamos hacerlo de límites, libertad y responsabilidad. La
educación es un edificio que se sostiene sobre tres pilares: la transmisión de
valores, la demostración de que hay un sentido en la vida de cada persona, y la
guía hacia un modelo de vínculos en donde el otro es respetado y es considerado
como un fin en sí mismo, jamás como medio para un fin. Estas tres tareas
corresponden primordialmente a los padres, al hogar, a los adultos
significativos en la vida de los chicos. Y no hay otra forma de cumplirlas que
no sea vivir los valores que se quieren transmitir, vivir una existencia con
sentido (que no se agote en el tener, en el mostrar, en el hacer) y vivir
vínculos significativos, que no sean meras transacciones utilitarias (con la
pareja, con los hijos, con los socios, amigos, proveedores, clientes,
familiares, es decir, con el mundo). Desde esta perspectiva, los chicos entran
a la enseñanza formal (a cargo de la escuela), ya educados. Sus pedagogos
esenciales (padres, hogar, adultos significativos) educan con su vida, no con
palabras, regaños, declaraciones ni sermones. Los padres son responsables ante
las vidas que trajeron al mundo, o ante quienes adoptaron como hijos. La relación
con los hijos es siempre asimétrica, debe serlo, es su naturaleza. No es de
pares. Y una de sus funciones esenciales es poner límites. El límite enseña que
no se puede todo, que no basta desear para tener o hacer, que hay prioridades
inmodificables, que la vida se asienta sobre ciclos y que cada ciclo tiene sus
leyes y del cumplimiento de las mismas depende, en buena medida, la armonía, el
equilibrio y el sentido de una vida. Cuando ponemos límites enseñamos a elegir.
Si no puedo todo, debo elegir. Esto hará que me ponga en contacto con mis
reales necesidades y que aprenda a valorar. Una sanción puesta porque sí es un
arbitrio, un capricho que acaso, satisfaga al padre pero nada enseñe al hijo.
Pero una sanción anunciada y cumplida según se anunció, en caso de que un
límite haya sido transgredido, enseña una ley fundamental de la vida: la de que
cada acción tiene una consecuencia. Cuando nos hacemos cargo de las
consecuencias de nuestras acciones nos hacemos, también responsables. No es
libre quien hace lo que quiere, quien ve su camino limpio de obstáculos. Es
libre quien, habiendo aprendido que existen los condicionamientos, los límites,
las imposibilidades, hace uso de su facultad de elegir. Y aun en los casos en
que parece no haber opción, siempre queda una: nuestra actitud ante esa
situación. Los padres que no actúan como tales (poniendo los límites que como
adultos les corresponden, fijando reglas de juego, haciéndolas cumplir,
manteniendo con amor y respeto la asimetría del vínculo) por temor a que los
hijos dejen de comunicarse, a que "busquen lo prohibido" o, en fin, a
que dejen de quererlos, también educan a sus hijos, aunque no del modo
deseable. Les enseñan que las relaciones son negociaciones, que se da cariño a
cambio de lo que se recibe, que el amor es una transacción. Cuando nuestros
hijos, gracias al cumplimiento de nuestras funciones como padres, devengan
adultos autónomos y responsables (para eso los educamos), estarán en
condiciones, seguramente, de elegir su rumbo en una vida que, inevitablemente,
ofrece peligros. Antes de eso, poner límites y sostenerlos (también ir
adecuándolos a las edades de los chicos) es ejercer nuestra misión. Y eso, sin
duda, es bueno para padres e hijos. Aunque para unos signifique tiempo y
trabajo y para los otros frustraciones y protestas. Al final, ambos
celebraremos juntos. Sergio Sinay
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