La TV reemplaza a un buen libro; computadoras
y celulares, a la comunicación personal. ¿Permitimos esta ceguera porque nos
prometen felicidad?
Aunque antes los chinos
habían desarrollado técnicas para copiar textos en papel, se atribuye al
misterioso inventor alemán Johannes Gutenberg la creación de la imprenta de
tipos móviles, antecesora directa de las que permitirían en los siglos
siguientes existir y desarrollarse al libro.
Desde que Gutenberg
imprimió su legendaria Biblia, en 1455, periódicamente se anuncia el ocaso de
esa maravilla. El nacimiento de la fotografía, la radio, el cine, la
televisión e Internet sirvió para anunciar la muerte del libro. Pero, tozudo,
se ha empeñado en vivir, remozarse, reproducirse y no dejar de ofrecer
lágrimas, sonrisas, ideas, emociones, inspiración, sensaciones, sueños,
descubrimientos, orientación, belleza, vida. Un buen libro (e incluso uno
mediocre) no son reemplazables.
Cualquiera de las alternativas que se ofrecen puede ser tecnológicamente
deslumbrante, pero resulta, al mismo tiempo, lineal, obvia, ramplona. El
libro lleva a imaginar, a intuir, a pensar por cuenta propia, a masticar, a
digerir, a procesar. Lo contrario de ofrecerlo todo masticado y digerido, lo
opuesto a mostrar con obviedad y sin metáfora, a simplificar ideas y
pensamientos hasta hundirlos en la anemia, la chatura y la pobreza.
Si
leemos, enseñamos a nuestros hijos a
leer, apostemos a este futuro maravilloso.
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